Muchos estudios coinciden en que un alto porcentaje de personas siguen renunciando por culpa de sus jefes. ¿Por qué sucede? Porque en la práctica diaria, lo que define la experiencia del empleado no son los slogans corporativos ni la reputación de marca, sino el vínculo con su jefe directo.

Un buen líder puede transformar un entorno desafiante en una experiencia de aprendizaje. En cambio, un mal jefe puede arruinar incluso el trabajo más prometedor, sin importar cuán reconocida sea la empresa. Las personas no se van de las empresas: se van de quienes las gestionan mal. Y muchas organizaciones aún no comprenden el costo de sostener malos líderes.

Además, estos problemas no distinguen edad: los malos jefes existen en todas las generaciones. Lo que cambia son las expectativas. Un joven puede valorar más la flexibilidad; alguien mayor, la estabilidad. Pero si el líder no escucha ni potencia a su equipo, el resultado será el mismo: frustración y deseo de irse.

En este escenario, ¿qué debe hacer un talento cuando su jefe lo empuja a renunciar? Primero, intentar el diálogo. Pero si no hay escucha ni cambios, priorizar la salud mental y el desarrollo profesional es lo correcto. Renunciar a un mal jefe no es un fracaso: es un acto de responsabilidad personal.

Por Luis Salerno, Socio de Consultoría de Auren Argentina