La inteligencia artificial ya forma parte del día a día en los departamentos de Personas. Automatiza tareas, analiza datos, recomienda candidaturas… y todo lo hace con una velocidad que hace unos años parecía ciencia ficción.

Sin embargo, a medida que confiamos más en estas tecnologías para tomar decisiones sobre personas, surge una pregunta inevitable: ¿podemos asegurar que esas decisiones son realmente justas en términos de equidad, inclusión y acceso a oportunidades?

Uno de los argumentos más comunes a favor de la IA es su supuesta neutralidad: al eliminar la intervención humana, también se desaparecen los prejuicios. Suena bien, ¿no?

Sin embargo, la realidad es más compleja. La IA no nace objetiva: aprende de los datos que le proporcionamos. Y si esos datos ya vienen con prejuicios, la tecnología los va a aprender tal cual… e incluso puede hacer que pasen más desapercibidos, pero con más impacto. Un ejemplo muy ilustrativo es el de Amazon. Su sistema de IA, diseñado para analizar currículums en procesos de selección, terminó descartando muchas candidaturas de mujeres. ¿La razón? Había aprendido a partir de decisiones anteriores, en las que predominaban candidatos hombres en los puestos de dirección. El algoritmo no discriminó “a propósito”, simplemente repitió lo que había visto una y otra vez.

No es magia: es aprendizaje, y aprende de nosotros

Este tipo de errores no son anecdóticos: son esperables, están documentados y tienen incluso nombre propio. Se conocen como sesgos algorítmicos y sesgos de datos. Los primeros tienen que ver con cómo se diseña y programa un sistema; los segundos dependen de la calidad y la representatividad de los datos con los que la inteligencia artificial aprende.

Lo preocupante es que estos sesgos no siempre se detectan a simple vista. Podemos tener un sistema altamente sofisticado y, sin embargo, estar tomando decisiones injustas sin saberlo. Y ahí es donde el riesgo de la IA se vuelve real: cuanto más confiamos en la tecnología, menos cuestionamos sus resultados.

Hoy muchas organizaciones ya utilizan inteligencia artificial para seleccionar talento, evaluar desempeño o diseñar planes de carreras. Y aunque estas herramientas aportan eficiencia, también nos invitan a hacernos una pausa y plantearnos una cuestión clave: ¿estamos usando la tecnología para mejorar el proceso o solo para acelerarlo?

La rapidez no debe sustituir la reflexión. Detrás de cada recomendación hay una persona y detrás de cada algoritmo, una decisión que impacta.

El verdadero valor de la IA está en su capacidad de apoyar nuestras decisiones cuando elegimos integrarla con responsabilidad. Para que sea una aliada y no un riesgo, hay ciertas claves que no podemos pasar por alto:

  • Diseñar con diversidad desde el inicio: equipos distintos ven riesgos distintos.
  • Revisar y auditar los sistemas regularmente.
  • Asegurar que los datos representen bien a toda la población.
  • Mantener la intervención humana en todo momento.
  • Explicar las decisiones para generar transparencia y confianza.

Cuando aplicamos estos principios, la tecnología deja de ser una caja negra para convertirse en una herramienta de soporte, alineada con nuestros valores. El debate no debería ser si confiamos o no en la inteligencia artificial, sino: ¿cómo nos aseguramos de que la IA respete lo que más valoramos como organización?

En Auren creemos que la transformación digital solo tiene sentido si va  de la mano de una transformación ética. Por eso, acompañamos a las organizaciones en la implementación de  soluciones IA responsables, que sitúan siempre a  las personas en el centro. Porque el futuro profesional no lo construyen los algoritmos: lo construimos todos los días, con decisiones conscientes, conversaciones reales y la voluntad de innovar sin perder de vista nuestros valores.

¿Lo importante? No es lo que la IA puede hacer, sino es cómo elegimos usarla.

José Martin Cañete

Gerente Área de Consultoría